viernes, 19 de agosto de 2011

UN TESORO BAJO LA BÓVEDA
Autor: Carlos Blanco Sánchez

Aún recuerdo a mis alumnos de Gargantilla (Cáceres),
cuando salíamos al campo durante las clases de Educación Física  
y disfrutábamos de unas aventuras y paisajes maravillosos.
Fueron los Cursos Escolares comprendidos entre 1995-2005



Capítulo I 

PUEBLO HERMOSO

   Pueblo Hermoso es un pequeño pueblo de sierra, con casas encaladas y balcones llenos de geranios. Por Pueblo Hermoso pasa un río que, en invierno y primavera, hace mucho ruido pero, el resto del año, suele bajar silencioso. Dicen que en sus aguas se pueden pescar buenas truchas, pero yo todavía no he pescado ninguna. En Pueblo Hermoso hay una iglesia con un gran nido de cigüeña y una bandada de palomas que van y vienen incansables durante todo el día.

                      Gargantilla Vista Gral
Valle del Ambroz, desde Ganrgantilla. Al fondo, Aldeanueva del Camino y Autovía de La Plata. Foto: CBS
  
   Está rodeado de castaños, robles, olivos, helechos y muchos árboles frutales. Casi todos sus vecinos viven de la fruta, incluso los tordos, los gorriones, las urracas, los arrendajos, los rabilargos... Cuando es época, la gente llena cajas y cajas de fruta, tantas que no te lo imaginas. Las llevan a la cooperativa, donde las pesan y seleccionan por variedad, calidad y tamaño. Luego vienen camiones TIR que, después de cargarlas, se las llevan lejos, a algún hipermercado de esos que hay en todas las ciudades y a los pocos días regresan. Así, hasta que se agota toda la fruta de los árboles.
  
   La primera cosa que me llamó la atención cuando conocí Pueblo Hermoso, además de su paisaje, fue su olor. Pueblo Hermoso huele a pueblo, pero a pueblo, pueblo. Huele a heno recién segado, a pan y sobre todo a cacas de mula, de asno y boñigas de vaca. De tantas cacas como hay, a veces, hasta las pisas. ¡Menuda gracia! La gente, cuando ve que al lado de la puerta de su casa hay una caca, saca un escobajo y la barre. Pero en lo que nunca me he fijado es dónde la tiran. A ver si algún día pregunto...
En Pueblo Hermoso las moscas son felices, tienen lo que más les gusta: cacas. A veces hay tantas que, si haces así con la mano, puedes coger varias a la vez. Lo digo en serio.

   La segunda cosa que me llamó la atención de Pueblo Hermoso fue sus pocos niños. Fíjate si son pocos que, aún hoy, a la escuela van poco más de veinte, pero contando los “chipurretos” y todo. Los más pequeños tienen tres años y los mayores doce. Los mayores casi nunca quieren jugar con los“chipurretos”. Bueno, solo cuando el maestro les trae juegos y juguetes nuevos, o aquellos que ya le sobran en casa, de sus hijos. Entonces juegan con ellos, hasta que se los rompen y pronto está el lío preparado: unos corren, otros lloran y nunca falta aquel que se cae y se hace una herida en la rodilla. Luego, el maestro, va a buscar el botiquín y no lo encuentra, como la última vez, pues se quedó olvidado en el autocar el día que fueron al zoo y, cuando más falta hace, no aparece. Que si yo no he sido, que ha sido fulanito, que no, que fue fulanita. ¡Menudo panorama!



Capítulo I I

UN MURAL PARA LA PAZ

   Atrás quedaron los carnavales. Matías, el maestro de Educación Física, anda un tanto mosqueado por una actividad que los alumnos venimos realizando, por propia iniciativa, algunas tardes, en el campo y de la cual nos ha oído hablar a hurtadillas. Los maestros han decidido que, desde primero a sexto, _por ser éstos los que la realizamos_ y aprovechando la cercana primavera, vayamos a visitar aquel lugar tan misterioso, distante de la escuela no más de un kilómetro, pero todo cuesta arriba. Por eso, cuando nos lo dijeron, quedamos sorprendidos y Quique no pudo por menos que sugerir:
   _¡Yo me llevo el “bocata”!
   _¡Eso!, y yo la gorra. _dijo Nico.
   _¡Y yo un palo, para matar lagartijas!
   _¡Qué bruto! _dijo Rita. _¿No tuviste bastante, el año pasado, con tirar los tres nidos de golondrina del tejadillo de mi abuela?
   _¡Eso, Zalo _continuó Jaime _ , y, además, todos tenían las crías recién nacidas! Mi gato se las comió.
   _Sí, pero... ¿y si nos sale un bastardo?
   _¡Pues le hacemos una foto con mi cámara! _contestó Rita.
   _Sí, pero... ¿y si es venenoso? ... _se atrevió Zalo a apostillar.
   _Para saberlo, llevaré mi guía de reptiles. _dijo Julia.
   _Sí, pero... ¿y si acaso me pica? ... ¿qué? ...
   _Pues si te pica, te llevamos al Centro de Salud y ya está. _intervino la señorita Lucía, que es la tutora de primero a cuarto _ . Vamos, abrid el libro de Lenguaje por la página...
   _Señorita Lucía, señorita Lucía, ¿y si me muero antes de llegar al Centro de Salud?
   _Pues nada, abre el libro por la página treinta y siete y comienza a  leer en voz alta.
   Zalo comenzó a leer, titubeante, un cuento de Gloria Fuertes, titulado: “Antón, el dragón”, mientras que en el aula se escuchaba un ligero murmullo.
Pues si se muere lo enterramos y ya está; así no tenemos clase ese día. _Comentó en voz baja Nico.
   _¡Silencio, Nico! Continúa tú leyendo, alto y claro.
Nico terminó de leer el cuento, pero apuesto a que no se enteró de nada. ¡Qué habrá pensado Gloria Fuertes desde allá arriba! ...


   La mañana se desarrolló con normalidad. Durante el recreo los alumnos de quinto y sexto quitaron las malas hierbas del huerto escolar que, por cierto, es la envidia de todo el pueblo. Los de tercero y cuarto lo regaron con la regadera, para gastar menos agua _como les ha enseñado la monitoria de Educación Ambiental en las Actividades Formativas de la tarde_. Los de primero y segundo recogieron las malas hierbas y las echaron en la zona de compostaje. Los “chipurretos” estuvieron plasmando sus manos, impregnadas de témpera blanca, sobre el mural que, entre todos, hemos hecho en homenaje a las víctimas del atentado terrorista del 11-M ocurrido en Madrid. La verdad es que ha quedado precioso, pero un escalofrío recorre aún nuestro cuerpo cuando recordamos lo que pasó hace unas semanas. ¡Qué brutos!... Parece imposible que alguien pueda hacer algo así...
   _Podríamos dejarlo puesto en el vestíbulo del “cole”, _dijo Diego, mientras lo colocábamos con cinta adhesiva en la pared_, y así nos acordaremos cada vez que lo veamos.
   _¡Genial!, _contestó Paula, _y podríamos dejarlo ahí, para siempre. A todos nos pareció una idea estupenda y, desde entonces, preside la entrada de nuestro colegio, bajo el título:

“POR LA PAZ Y CONTRA EL TERRORISMO”


Capítulo III

COMIENZA LA MARCHA


   Abril se despereza. El campo está como una olla a presión, ansioso de sol. En cualquier instante asistiremos a una explosión de la primavera. Este año los cerezos no nos han permitido disfrutar de su manto blanco pues, cuando quisieron extenderlo, vino una racha de frío por carnaval y nos privó de tan magno espectáculo.
   Hoy ha amanecido un día estupendo. Como tenemos salida al campo, todos hemos venido puntuales al colegio, incluso Fonsi, quien muchos días, acostumbra a llegar tarde.
   _¡Mirad qué “bocata” ha traído Quique! -Gritó Diego, señalándole con el dedo-. ¡Casi se le sale de la mochila!
   Todos nos reímos pues, la verdad,  era un señor “bocata”. Quique es el más grandullón. Tiene un “pequeño” problema de peso, pero no hace caso a los consejos que, sobre alimentación, nos hace Matías, el “profe” de Educación Física. A Quique le gusta comer de todo, cuanto más, mejor. Dice que le encanta el tocino “untao” con pan, la tortilla de patata, el chorizo, los pasteles... A Quique le brillan los ojos cada vez que alguien habla de comida: se relame, disfruta, suda y hasta babea de gusto con sólo pensarlo. A nosotros eso nos hace mucha gracia. Zalo se mete mucho con él y siempre andan a linternazos. A diferencia de Quique, que es todo humanidad, Zalo es como una comadreja, pequeño, fino y vivaracho. Quique jamás podrá ser el líder de la clase pues, para eso, hay que ser el más veloz, el más ágil, el que mejor juegue a fútbol... aunque después te queden tres o cuatro. En eso sí que se parecen. A Quique lo de dar vueltas alrededor del patio no le hace mucha gracia, ni al “pilla-pilla”, ni a “torito en alto”, ni al “pati”, ni a los "circuitos", aunque sean de lo más “chachi”. A la peonza... bueno, a la peonza solo un poco, mientras le baile de pico pero, por lo general le baila de culo y eso le desespera un montón. A Quique solo le gusta comer y, en cuanto te descuidas, se sienta.

   _No os dejéis la gorra, ni el agua, ni el “bocata”. -Recordó Lucía-.Son más de las nueve y tened en cuenta que antes de las doce y media tenemos que haber regresado. Los más pequeños irán delante y los mayores detrás. Ya sabéis: nada de voces, no tiréis piedras, ni asustéis a los animales. Que nadie se suba a las paredes. No cortéis lavándula. Respetad todas las plantas. Podemos ir hablando, sin separarnos unos de otros. Cuidado con ...
   Mientras Lucía seguía con su lista interminable, la mayoría ya estábamos en la puerta de acceso al patio. Qué nos iba a decir a nosotros con tantas recomendaciones, cuando estamos hartos de subir campo a través, saltando sobre las peñas, escondiéndonos detrás de las escobas negarles, lanzando piedras a diestro y siniestro. Y si no, que le pregunten al perro de Jeremías que salió, ladera abajo, con el rabo entre las patas y emitiendo un “gay, gay, gay” que se escuchaba en varios kilómetros a la redonda. Su padre todavía anda por el pueblo buscando -muy indignado-, al que le colocó un cepo de cazar pájaros en el rabo. Aquel día hicimos un juramento y el que lo rompiera, sería expulsado del grupo de la actividad de la tarde, la que tiene un tanto “moscas” a los maestros. Además, quedaría como un chivato y eso sí que no. A mí me da que el padre de Jeremías está atufado con Zalo, pero él tan tranquilo. El día menos pensado se la busca. Se lo hemos dicho mil veces pero, allá él...

   Berta y sus alumnos de infantil se quedan en el colegio. Dentro de unos días saldrán hasta la piscina natural. Han quedado cantando “El Minué”. El ganso de Fonsi, encaramado en la ventana, los dirige con el dedo índice, mientras cantan:

“En un salón francés
se baila el minué,
en un salón francés
se baila el mi, nu, é.”

   Así fue como, a ritmo del “Minué”, los catorce alumnos con nuestros “profes” Poli, Lucía y Matías, después de habernos echado un vistazo por encima y ver que estábamos todos -aquí lo de pasar lista no hace mucha falta-, emprendimos la corta, pero agotadora caminata hasta un lugar, para ellos, lleno de misterio. Fonsi se incorporó al grupo después que la señorita Berta, tras reprenderle, tuviera que cerrar las ventanas del aula. Pero él venía silbando, tan rítmica canción, como si tal cosa.
  
   El patio quedó atrás, solitario. Ni las notas del “Minué” incomodaban a la media docena de gorriones y una urraca que se disputaban unas migajas de pan y un trozo de mortadela siciliana -con aceitunas- las cuales, no sé cómo, pero habían caído del bocadillo de Quique. Éste, no pudo aguantarse y, en un santiamén, ya le había hincado el diente.
   _¡Que aproveche! -Le dije.
Sin abrir la boca -por si acaso se le caían parte de tan exquisitos manjares-, se volvió hacia mí, estupefacto, pues no esperaba que un compañero pudiera haberlo sorprendido infraganti. Presto lo guardó en la mochila. Con un guiño de complicidad y haciéndome un gesto con la cabeza, me dio a entender que no dijese nada a nadie y rápido nos incorporamos al grupo.


Capítulo IV

EL ENJAMBRE DE AVISPAS



   Como una pequeña legión de hormigas subíamos escrutando la falda de la montaña. La marcha era lenta y el sendero sinuoso. Cada dos por tres hacíamos un alto para admirar el paisaje. Miraba hacia atrás y podía ver cómo el colegio se hacía cada vez más pequeño. La iglesia, las casas con sus chimeneas, los árboles y el pueblo, en general, semejaban una maqueta con toda serie de detalles. Hasta la vida en el pueblo parecía haberse paralizado. Por el contrario, a medida que subíamos, me sentía cada vez más grande. Era algo sorprendente.
   El sol comenzó a asomar por la cresta de la montaña y nosotros estábamos allí, queriendo alcanzarlo; pero él, como si de una gran cometa se tratara, subía y subía, sabedor que jamás podríamos acariciarlo ni con las yemas de los dedos.
   Los maestros se fueron quedando atrás, formando grupo. Junto a ellos Quique y algunos de los más pequeños. Zalo, al igual que el bíblico Moisés arengando a los israelitas, se había adelantado unas decenas de metros y apareció encaramado en lo más alto de una peña. Llevaba un gran palo en su mano derecha, a modo de bastón. Levantó los brazos y, en esa postura, seguro que se creyó el ser más importante del mundo.
   La visión de Zalo sobre la gran roca animó la expedición. A él le siguieron Fonsi, Jaime, Nico y Diego. Estaba bien claro quién era el líder del grupo. Había hecho caso omiso de la recomendaciones de no llevar palos, de no separarse del grupo, de no salirse del camino y de no subirse en lugares peligrosos.
_¡No hay quien pueda contigo! _le dijo Poli, nuestro tutor.
_¡Una foto! _gritó.
_¡Eso!, ¡queremos una foto! _dijimos los demás.
   Matías tomó la cámara de fotos de Rita. Se colocó frente a la roca, enfocó hacia arriba y... ¡Click! Ya habían pasado a la posteridad, con sus brazos en alto, desafiando la altura y dejando boquiabiertos al resto de sus compañeros más pequeños.
   _¡Una lagartija! ¡Una lagartija! _dijo Rita, señalando con el dedo.
   _¡A ver, a ver!... ¡Dejadme a mí!... ¡Que yo la cojo!...
   Zalo dio un salto y, como si de un pequeño Tarzán de los monos se tratara, apareció junto a Rita pero, justo en ese momento, la lagartija desapareció por entre una de las grietas de la gran peña.
   A Zalo le encanta capturar cualquier animal: lagartijas, grillos, ranas, galápagos... Por tener ha tenido hasta un mochuelo. ¡Y eso que es una rapaz protegida! A las salamanquesas, cuando en las noches de verano se pasean por las fachadas de las casas buscando polillas que comer, Zalo las persigue a escobazos porque dice que son venenosas y que se le meten en casa. Zalo es bastante ignorante, pues no sabe que las salamanquesas nos libran de todo tipo de insectos perjudiciales y que son inofensivas. A las mariposas “Pequeño pavón” _muy abundantes por ésta zona_, esas que son así de grandes y que tienen en cada una de sus alas un dibujo como si fuera un ojo; si las ve en el suelo, las despanzurra con todas sus fuerzas, porque piensa que están medio muertas y ya le hemos dicho, mil veces, que eso no es verdad. Pero a él le da lo mismo. Como se enteren en el SEPRONA se va a enterar.
   _¡"Cagondiez"!... ¡Si pillo a esa lagartija le corto la cola!
   _¡Qué bruto eres, Zalo! ¿Y si te la cortaran a ti?
   _¡Yo no tengo cola! (...)
   Tras una gran risotada general, rojo como un pimiento morrón, pudo darse cuenta del ridículo que había hecho, a pesar de ser quien era: el líder.
   _¿Falta mucho? _preguntó Lucía.
  _¡Estamos llegando! _dijo Quique, quien llevaba encima un sofoco de tres pares de narices_. Si acortamos por ahí, llegaremos rápido. Es allí arriba, cerca de aquel roble que está junto a las zarzas.
   Se sentó, sacó su botella de plástico y bebió un gran trago de agua.
   _¡Puf, qué paliza! Podríamos parar aquí un rato para comer el bocadillo. _dijo Quique, mientras un reguero de agua le empapaba la pechera de la camiseta mezclándose con una gran mancha de sudor.
   La expedición continuaba el ascenso y el grupo empezaba a romperse, ya por el cansancio, ya porque intuían próxima la meta.
   _¡STOP! _gritó Matías, después de tocar su silbato hecho con una tibia de cordero y sabedor que todos íbamos faltos de fuerzas_. ¡Venid aquí! Descansaremos un rato. No os llenéis de agua y reservad el bocadillo para cuando lleguemos.
   Matías se sentó, se quitó la gorra y limpió el sudor de su frente con el antebrazo. Costó reunir al grupo disgregado pero, como los que iban delante vieron que los demás nos sentábamos, al poco, retrocedieron.
   Desde este lugar se divisaba un inmenso valle. A lo lejos, las montañas tocaban las nubes con sus crestas. Algo más cercano, a la izquierda, el pantano parecía un diminuto espejo. Todo lo demás era un inmenso lienzo verde. Reinaba una paz abrumadora, sólo rota por el ir y venir de vehículos que transitaban, a lo lejos, por la carretera y un avión a reacción que iba dejando una gran estela blanca. Tan grande se veía el valle desde aquí arriba que, si el fin del mundo existía, seguro que estaba allí, detrás de aquellas montañas, un poco más allá de donde nos alcanzaba la vista. Y aquí estábamos nosotros, viéndolo todo, desde tan privilegiado observatorio.
Atardecer en el Valle del Ambroz. Foto: CBS

   _¡Arriba, valientes! _Nos alentó Matías, poniéndose en pie.
   Como un resorte nos levantamos. Todos menos Jaime, el cual había estado todo el rato hurgando, con una paja seca, en un agujero que había en el suelo y en el que, según él, se escondía un grillo.
   _Pero si aún no hay grillos. _le dijo Lucía_ Los habrá dentro de poco tiempo. Ahora son tan pequeños que aún no tienen alas, por lo que no pueden cantar. Por cierto, a que no sabes cómo se llaman las alas de los grillos.
   Jaime, la miró pensativo y, viendo que los demás continuábamos la marcha, desistió de su tarea, ignorando la pregunta. Dio un fuerte puntapié a la supuesta grillera y corrió a reunirse con los demás.
   _¡Élitros!, se llaman élitros. El sonido lo producen por fricción.
   ¡Que cosas nos cuenta la señorita Lucía! Élitros, élitros. ¡Hum! ... ¡Menuda palabrita! La verdad es que la señorita Lucía sabe muchas cosas. Claro, como lee tantos libros.

   El grupo se estiraba. Los mayores habíamos tomado posiciones al frente del mismo. Zalo, con su palo de castaño, encabezaba la expedición bastantes metros por delante de los demás.
   _¡Mirad qué he encontrado! _gritó, desde lejos, mientras señalaba con su palo.
   _¡Algún tesoro! ¡Zalo ha encontrado un tesoro! _gritaron desde el final.
   Jadeantes y sudorosos corrimos todos hasta el lugar señalado y todos nos pusimos alrededor de aquella cosa que Zalo había encontrado, semi escondida en un zarcerón.
   _¡Ostras! _exclamó Diego. _¡Qué chulada!
   _¡Una calavera! _apuntó Edu.
Los maestros se abrieron paso entre el grupo, se acercaron y Poli exclamó:
    _¡Solo es un cráneo de oveja! _y se retiró.
   _Pero Poli: cómo va a ser de oveja, si las ovejas no tienen cuernos. _intervino la señorita Lucía.
   _Pues entonces ... ¡de ovejo! _dijo Poli riéndose.
   _¡De “ovejo”, de “ovejo”! Tú sí que estás hecho un buen “ovejo”. ¡Es de cabra! ¿No le ves los cuernos? _ la señorita Lucía, separándose del grupo, se desternillaba de risa.
   _¡Quita de ahí! _dijo Zalo a Manu apartándole de un empujón_. Lo sacaré con mi palo.
   _¡Vaya modales! _le recriminó éste.
   Zalo lo intentó, aunque parecía casi imposible hacerse con tan preciado tesoro. Matías se acercó, estudió la situación y, después de aplastar con sus pies el zarcerón, cogió a Zalo por la cintura. Éste, metió el palo por una de las cuencas del cráneo y, después de no pocos pinchazos y enganchones, por fin, pudo hacerse con él.


   _¡Ya es mío! ¡Ya es mío! _gritaba, inconsciente de los jirones que se había hecho con la zarza en la camiseta.
   Zalo introdujo la punta del palo por la parte posterior del cráneo. Lo cogió firmemente y apoyándolo en el suelo, alzó los ojos al cielo y, con voz ceremoniosa, exclamó:
   _¡Soy el jefe de la tribu!
   Al instante, un enjambre de avispas surgió del interior del cráneo. 
   Al verlas, todos corrimos desesperados en busca de refugio, entre gritos y manotazos al aire. Todos menos Zalo, quien ignorando lo que acontecía a su alrededor, con voz sublime, volvió a exclamar:
_¡Yo soy Zalo, GON-ZALO, el Gran Jefe!
   En ese instante, lanzó el palo por los aires, corrió hacia el grupo como viento que lleva el diablo, echándose mano a la oreja derecha y, mientras gritaba desaforado, no pudo por menos que pasar por mi memoria el perro de Jeremías.
   _ ¡”Cagüen” la leche! ... ¡”M´agujereao” la oreja! ... ¡Ostras! ...
   Mientras nos partíamos de risa después de tan cómica visión, enmudecimos cuando, en un alarde de valor, volvió sobre sus pies y, al poco, regresó portando el largo palo coronado por el cráneo de cabra. Se sentó en el suelo, frente a nosotros. Inclinó el palo a la vez que nos mostraba la blanca calavera y, apretando fuertemente las mandíbulas dijo, mientras por su ojo derecho asomaba una lágrima de dolor:
   _¡Ni una! ¡No he dejado ni una! _refiriéndose a la avispas.
   No había duda. Acababa de auto coronarse como lo que realmente era. Todos le miramos ensimismados, con envidia por no poder llevar aquel símbolo que lo hacía parecer tan distinguido.
   Reinó el silencio. Sin saber cómo, todos aparecimos reunidos, agazapados y mirándonos unos a otros. La situación de pánico vivida hacía unos momentos, sin más contratiempo que la picadura de la avispa en la oreja de Zalo, nos había hecho buscar cobijo.
   _¡Pero, si ya hemos llegado! _dijo Quique mientras daba un salto de alegría.
   _¡Es cierto! _aseguraron Diego y Nico.
   La pequeña Violeta, de primero, apareció abrazada a la señorita Lucía. Violeta es poco habladora y muy tímida. En su rostro aún podía verse una clara expresión de miedo.
   No te preocupes, Violeta. Todo ha sido a causa del avispero que había en el cráneo de la cabra. Las avispas, al ser molestadas por Zalo, sólo han tratado de defenderse. _ explicó Lucía, mientras le recomponía una de sus coletas.
   La oreja de Zalo ya había comenzado a inflamarse, pero él declinó cualquier atención que, por nuestra parte y por parte de los maestros, le fuera ofrecida.
   _Un poco de barro y ya está. _dijo Poli, pero su orgullo era tal que lo rechazó.
   _Las avispas, cuando pican, _comentó Manu, el compañero de cuarto, _sólo inyectan el veneno y ya está; pero las abejas se mueren después de picar.
   _¡Es cierto! _dijo Diana_ ,lo he visto en un programa de “La 2”. Y sabéis por qué se mueren. Se mueren porque al tener un aguijón en forma de arpón, cuando lo clavan, se queda dentro y, junto con la bolsa del veneno que está en su abdomen, se desprende del cuerpo de la abeja. Por eso se mueren. Luego, a causa del dolor, te frotas y lo único que haces es inyectarte, sin quererlo, más veneno.
   _¡Pobrecitas, con lo rica que está la miel! _intervino Rita.
  _Sí, pero cuando pican... pican y eso duele mucho. _apostilló Paula.
   Que le pregunten a Zalo. _se atrevió a decir Quique, entre risas.
   Aquel lo miró de reojo y, desde entonces, yo creo que se las tiene juradas.


   Pero lo cierto es que allí estábamos todos, bajo el cobijo de una bóveda circular hecha con piedras. Las bóvedas son construcciones que fueron hechas en huertos y fincas, por los pastores y gentes del campo, hace muchos años. Desde ellas cuidaban su ganado,
mientras se resguardaban de la lluvia, el frío o el calor. También servían como lugar de descanso.
   Sentados en el suelo, en círculo, guarecidos bajo aquella especie de cueva y creyéndonos allí apartados del resto del mundo; Quique volvió a comentar, mientras echaba mano de su bocadillo, a la vez que le propinaba un buen mordisco:
   _¡Si ya hemos llegado! ... _dijo con la boca llena.
   _¡Es verdad! _respondió Jaime.
   Un ambiente de júbilo envolvió el interior de la bóveda, mientras todos sacábamos nuestras viandas.

(Continuará)...







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